Los miedos que me embargan pueden aquejar a cualquiera,
son de esos que dan frio en los huesos y exacerban el dolor.
Comparables incluso, con los de un niño cuando se apaga la luz,
y él, rápido, tembloroso se mete bajo las cobijas con los ojos cerrados.
y es casi palpable ese miedo a poner un pie en el suelo,
porque se tiene la infantil certeza,
de que unas manos monstruosas esperan pacientes bajo la cama,
para sujetarle muy fuerte
y arrastrarle hacía un odioso mundo
de payasos con dientes afilados y narices sangrantes.